jueves, 27 de junio de 2013

IDENTIDADES CAMALEONICAS




Uno de los apartados al parecer más exitosos de la revista Vogue lleva por título “siete días, siete looks”. Consiste en que una afamada modelo colocada en una ciudad del mundo (que nunca es Mombasa o la franja de Gaza) sino Paris, Kuala Lumpur, Sidney o Londres, se fotografía con un look diferente durante una semana según su personalísimo criterio, explicando las razones de su elección. Al menos eso dice la revista.
La modelo Angela Lindvall, situada en la capital francesa no lo dudó un instante. Uno de sus combinados para pasearse por la ciudad parisina no era ni mucho menos original. Como ella misma explica, está directamente inspirado en el atuendo que vestía Diane Keaton en “Annie Hall”. Según ella genuino, moderno y con un toque de ambigüedad masculina. Un reflejo de la mujer liberada e independiente que tres décadas después no ha perdido vigencia a la vista de su reivindicación estética.
Lo que resulta paradójico es que en aquellos tiempos, año 1977, de fiebres del sábado noche, de encuentros en la tercera fase y de guerras de las galaxias, el prototipo de película contracultural, intelectual y de filmoteca haya acabado siendo también pasto de los clichés y el marketing. Y ejemplo para que las nuevas top models varíen de vestuario en las pasarelas virtuales. Cierto es que el look de Diane Keaton, asociado de por vida a “Annie Hall” se convirtió en uno de los atractivos de la cinta. Hasta el punto de que la propia actriz no se deshizo de él en su vida privada e incluso no pierde ocasión de usarlo en la actualidad.



Pero en aquellos años 70 en los que el cine se estaba revolucionando por dentro, aquella película y aquel look, pese a su carácter rupturista, empezaban a ser la excepción y más que al futuro, representaban al pasado. Eran tiempos en los que se vivía una permanente dualidad entre el cine comercial de gran aparato y presupuesto que llenaba las salas y que arrasó casi por completo con las producciones modestas. Se podría decir que el triunfo de “Annie Hall” frente a los colosos en llamas y las aventuras del Poseidón, fue prácticamente el canto del cisne de un tipo de cine muy practicado en los setenta, desde “La noche se mueve” hasta “La chica del adiós” por citar dos ejemplos.
Pero lo más curioso del asunto es que “Annie Hall”, más allá de sus virtudes y defectos, se ha convertido en una película que como los actuales blockbusters se pretende resumir en una sola frase y dos clichés: La puesta de largo de la neurosis judío-romántica del arquetipo Woody Allen y sus problemas con el sexo opuesto, y el vestuario de Annie Hall. Volviendo a ver la película eso resulta muy injusto. Y Woody Allen advierte de ello en el propio film cuando su personaje  Alvy Singer, con irritación creciente tiene que escuchar a un tipo soltando tópicos absurdos sobre Fellini, “La Strada” o el escritor Samuel Beckett.



Y es terriblemente injusto a la par que reduccionista por cuanto Annie Hall, más allá de su vestuario, resulta ser un personaje riquísimo en sus propias contradicciones. Un solo detalle lo confirma. La mujer ultra morfológicamente sensible que se ríe a carcajadas de las enormes langostas crudas esparcidas por la cocina mientras saca fotos, utilizará de forma nada inocente su miedo a una minúscula araña en el baño para reconquistar a su pareja.
Hay películas que poseen personalidad y aplomo y que curiosamente también sacralizan e imponen inconscientemente un look determinado. Con otras sucede al revés como veremos más adelante. En el caso de “Annie Hall” su personalidad y su torrente narrrativo está por encima de su estética. No es un mero producto coyuntural sino que se sublima alzándose más allá de la moda del momento. Curiosamente, Alvy Singer y Annie no van al cine a ver “Aeropuerto 76” ni “El día del fin del mundo” ni “Los locos de Cannonball” ni las secuelas de la pantera rosa ni los bailes discotequeros de Toni Manero. Hacen cola para ver “Cara a cara” de Ingmar Bergman. Y la fila por cierto es larga. Un cine mucho más introspectivo que narra el descenso a los infiernos de una psiquiatra encarnada una vez más, extraordinariamente, por Liv Ullman.



Como todos a estas alturas ya sabemos, no se trata de una pose intelectual de Allen director menospreciando el cine de evasión. En absoluto. Es una reivindicación en toda regla que además casa como un guante con las peripecias existenciales de los personajes. No se debe olvidar que Alvy Singer es un ser gracioso pero desubicado, repleto de interrogantes sin respuesta, depresivo, neurótico, maniático y charlatán. Y en ese contexto, tal vez su psicoanalista le debió aconsejar un poco de relax viendo “La guerra de las galaxias” y no asomarse a los abismos de “Cara a cara”. Aunque a saber si no se hubiera obsesionado con los ecos freudianos sobre la figura del padre que laten en el film de George Lucas.
Lo que si se produce es un efecto de retroalimentación entre el film de Bergman y la ansiosa vida de los personajes del film de Allen, que necesitan tranquilizantes y están en perpetua zozobra neurótica. Viviendo una peripecia divertida y agria a partes iguales.
El itinerario de Alvy Singer parece un preámbulo, un entremés que sirve de aperitivo al profundo y nihilista film de Bergman, en el que Liv Ullman – cuyo look está compuesto de profundas llagas, dolor y confusión - pierde la brújula de modo progresivo adentrándose en ese horror vacui que tanto teme Allen. Ausente el sentido del humor de la trágica peripecia mental de la protagonista, podría decirse que si Allen no varía el rumbo podría acabar también postrado como ella, o siendo su paciente, inmerso en el opaco y rico mundo de “interiores” o en el de la disección amarga de “Otra mujer”.



Pero incluso podría irse más allá. Annie Hall jamás llega a comprender del todo al complejo Alvi Singer, que es lo mismo que decir Woody Allen. En este sentido, quien si que consiguió penetrar de forma incisiva en la intrincada tela de araña neurótico obsesiva del director fue otra psiquiatra, la doctora Eudora Fletcher (Mia Farrow), que consigue desentrañar el enigma de la aparente múltiple personalidad de Allen transmutado ahora en el camaleónico Leonard Zelig, al que Scott Fitzgerald en una fiesta ve transformarse de recalcitrante republicano con acento de Boston a demócrata solidario con acento vulgar, según esté charlando con los ricos señores o con los criados.
Lo que Susan Sontag, Saul Bellow o Bruno Bettelheim son incapaces de descifrar, la doctora Fletcher lo resuelve con una pirueta de gran ironía. Tras sus impagables sesiones de psicoanálisis en el cuarto blanco, auténtica pieza de orfebrería en el cine del neoyorkino, llega la irónica respuesta. Zelig muta debido a que desea ser aceptado por la comunidad. Su objetivo es pasar desapercibido entre la masa y no hacerse notar. Y para ello es capaz de llegar al extremo de anularse como persona, viajar a Europa y afiliarse al partido nazi.



La pregunta surge rápida. ¿Es eso lo que está haciendo Allen en la actualidad? ¿Mutar en camaleón las veces que sea necesario para sin dejar de ser reconocible triunfar y ser aceptado en su periplo por Londres, Barcelona, Paris y Roma? ¿Dando a cada nuevo film el camaleónico toque local?. Leonard Zelig adopta las formas de quienes están a su lado. E incluso es capaz de adquirir sus habilidades, sea como músico negro, jugador de béisbol o psiquiatra.
Lo que en principio parece una mera cuestión de look pronto revela un estudio más profundo sobre los temores del hombre moderno ante una sociedad alienante. Lo revolucionario de la tesis es que la película hace una apuesta en firme por el individuo. La solución no es asemejarse a la masa para pasar desapercibido, sino acentuar nuestra individualidad potenciando lo genuino de cada uno. Por eso su heroica victoria final, irónicamente, es fruto de su involuntario camaleonismo emulando a Lindbergh cruzando el atlántico.


Curiosamente, “Zelig” radiografía tanto al hombre moderno carente de atributos como al propio cine en sus aspectos más perversos. Ese que no tiene inconveniente en actuar como un camaleón. Pero ahora para hacerse notar, fotocopiar modelos previos y rentabilizar sus resultados. Ahora y en 1977. Curiosamente, sobre el papel, la película diseñada milimétricamente para escalar los puestos de taquilla también jugaba sus dos mayores bazas en la utilización del camaleonismo fílmico y el look. Su título “Abismo”. Un film que pretendía llenar las arcas sobre la base de otra narración marina de Peter Benchley, autor de Tiburón, en la que se aunase  aventura, suspense, romance, acción, enigmas históricos y trhiller submarino. Demasiadas cartas para un solo film.
Pero por si todo lo anterior fallaba “Abismo” cuenta con tres ases en la manga que ya desearía el cine actual. Robert Shaw, repitiendo el rol de rudo lobo solitario de mar, y dos jóvenes de gran talento, nada menos que Nick Nolte y Jacqueline Bisset, esta última con camiseta transparente mojada y escotes de vértigo.
Sobre el papel, la espectacular peripecia de unos cazatesoros que tropiezan con un galeón español hundido y han de luchar contra amenazas submarinas y la mafia local de las Bermudas supongo que no la habrá leído Pérez Reverte, aunque la verdad es que recuerda y mucho a “La carta esférica”. Y no es un halago. El soplo de la auténtica aventura no termina de agitar el viento en las velas por culpa de un guión tópico y por su falta de inspiración en la puesta en escena y pulso narrativo, que pide a gritos mayor nervio y tensión.



Pero Hollywood tiene previstos estos contratiempos. Y es en esos momentos cuando se tira del star system y del look. Y aquí volvemos al principio. La pregunta es inevitable. ¿Cómo es posible que una película de alto presupuesto pensada para lanzar a la maravillosa Jacqueline Bisset como estrella y sex symbol internacional se vea superada ampliamente en la memoria cinéfila por una Diane Keaton con chaqueta de pana? La respuesta es muy sencilla y va mucho más allá del look. Es una cuestión de definición y construcción robusta de un personaje. De verlo cobrar vida en la pantalla sobre la base de un guión inteligente.
Por su parte, Jaqueline Bisset, estupenda, salva su personaje gracias a la profesionalidad de la actriz. Personalmente me alegro de que la operación Bisset como sex symbol no cuajara. Ella no la necesitaba y todos salimos ganando. “Abismo” sí que termina siendo la típica película de despacho. Construida partiendo de un look y aferrándose al magnetismo de las estrellas. Que el guión esté más o menos pulido es cuestión secundaria. El resultado es una cinta que no molesta pero que ofrece mucho menos de lo que promete. Aun así, resulta mucho mejor que muchos productos actuales. En esto seguimos el camino del cangrejo.


Para finalizar, constatar una obviedad que no lo es tanto a la luz de nuestro panorama actual. En el año 1977 aun se podía optar a la hora de ir al cine por tres propuestas muy diferentes que sirven de mero ejemplo. La aventura de evasión fallida pero realizada con cierta solvencia, el cáustico retrato de la personal neurosis de Allen o el tremendo film de Bergman. Tal vez sea necesario someter al cine actual a los experimentos de la doctora Eudora Fletcher, psicoanalizarlo y encontrar el antídoto, la cura ante tanto celuloide disfrazado. Como Zelig, necesita urgentemente recuperar su identidad.

jueves, 13 de junio de 2013

EL ESPIRITU DE OTRO CINE




Ahora sí que podemos vivir, no los lunes, sino toda la semana al sol. Se consumó el invierno de nuestro descontento. Cuando Iciar Bollain acudía al cine Arcadia en una provincia del norte cerca de “la gaviota”, contemplaba pensativa el cartel de “La sombra de una duda”. Nunca pudimos llegar a sospechar que Victor Erice y Elías Querejeta nos estaban enviando un serio aviso, una advertencia de socorro. A día de hoy, volvemos a ver esas imágenes y nos damos cuenta, pero ya es demasiado tarde. Las salas han cerrado de forma masiva. Sin embargo, eso no impide que asistamos perplejos a uno de los espectáculos de prestidigitación más bochornosos que uno recuerda en mucho tiempo.
Ahora resulta que se nos ha ido un hombre de cine imprescindible, único e irrepetible. El paradigma del productor que amaba su oficio contra viento y marea. El que se colgó de las cortinas de la sala para impedir el estreno de su propia película “ Pippermint Frappé” en muestra de solidaridad con el mayo revolucionario. Aquel que dijo “yo creo que el término creador es una palabra hinchada, de la que se hace una utilización abusiva. Según la Biblia creador solo hay uno y yo sospecho que ni siquiera eso”. El obsesivo y contradictorio, capaz de debatir con el director de turno durante toda una noche para decidir si una escena debía estar más o menos iluminada. Un Hombre enigmático, ejemplo de autonomía, talento y libertad. A buenas horas.


Y lo dicen ahora con la mayor naturalidad, sin ruborizarse lo más mínimo, desplegando elogios y alabanzas sin tregua. Cómo si uno no tuviera memoria, que la tiene. Es lo que tiene vivir durante tanto tiempo criando cuervos. La desvergüenza termina dándose la mano con el descaro más absoluto en el yermo páramo seco del cine español. En el falso celuloide prefabricado con una plastilina que se consume día a día. Y resulta que ahora que se va, los mismos que dejaron morir a la vaquilla cinéfila se acuerdan de Elías Querejeta y se deshacen en elogios. Cuando, salvo algunas excepciones, casi todo es un triste lodazal banal y sinsentido.
Pero no lo olvidemos, todo es fruto de nuestra propia arrogancia. Amparada por un sistema viciado plagado de intereses que nos ha llevado a donde estamos. Parece ser que pocos se acuerdan ya de aquellas machaconas cantinelas. De cuando debíamos abandonar por fin esos oscuros dramas rurales con boina y abrazar la modernidad mal entendida. Cuando debíamos alcanzar el respeto internacional a base de ataques de nervios postmodernos y pisando alfombras rojas, como si nunca lo hubiésemos hecho. Tanto empeño pusimos en ello que sí, lo conseguimos. No hace tanto que se convirtió en una obsesión alcanzar la presunta mayoría de edad olvidando lo mejor de nosotros mismos, perdiendo por el camino y fotograma a fotograma nuestras señas de identidad, nuestro talento, nuestra historia, nuestras obras maestras y las enseñanzas de nuestros auténticos genios.



Pero, quién los necesitaba hace bien poco, si nos vendieron la mercancía averiada, la moto trucada de que por fin teníamos un actor en Hollywood a la altura de Rodolfo Valentino (Antonio Banderas). Para qué acordarse de nuestro mejor cine, si por fin nuestras actrices presentan la gala de los oscars (¡¡Peeeeeedroooooo!!) y disfrutan de estrellas en el paseo de la fama. Si al parecer estamos conquistando el mercado y hasta nos permitimos el lujo de trabajar con estrellas internacionales. Ahora que fabricamos tsunamis espectaculares con Naomi Watts y escalamos en el box office de la taquilla americana. Ahora que se alaba que somos capaces de realizar películas con una factura visual que nada tiene que envidiar a los blockbusters americanos. Cuando disfrutamos de orfanatos, rec uno, rec dos, rec tres, rec cuatro y vivimos muertos de risa al otro lado de la cama. Ahora que a las instituciones y muchos medios no solo no les avergüenza, sino que proclaman a los cuatro vientos que sabemos imitar como nadie el peor cine comercial de usar y tirar y que nuestro fast & fourious particular es capaz de batir en taquilla al original.
Viviendo a tres metros sobre el cielo, a base de mentiras y gordas, codeándonos con las estrellas internacionales, orgullosos de meter a un actor en la saga Bond  ¿Quién necesita a tipos como Querejeta? Y sobretodo, para qué volver sobre su cine si ahora por fin disfrutamos de obras excelsas y carísimas como “Agora”. Una película, como tantas otras, que actúa como espejo y nos muestra cristalina la miseria institucional y sus complejos.
Es un hecho inexplicable que en determinadas instancias exista quien se avergüence de nuestro cine más puro y esté encantado de verlo mutar y parecer otro buscando hacer caja, a la vez que se finge poner en marcha la operación nostalgia por tiempos pasados. Algo no va bien cuando se valora como mérito un fin de semana sí y otro también que hacemos films que, por fin, no parecen españoles. Ya sean thrillers rutinarios como “Celda 211” o “Grupo siete” ya sean moderneces como “Verbo”. Sí, a ese extremo hemos llegado. A tener nuestra propia versión fotocopiada de “scary movie”.



Luego las lágrimas de cocodrilo y el rasgarse las vestiduras no cuelan, salvo para el público que añora aquel cine inmortal. Si, salvo raras excepciones, se decidió tirar por el camino del cine güay de consumo rumbo al precipicio, lo que no procede ahora es articular una mascarada infumable añorando el cine de Elías Querejeta. Y hacer como que se le llora mientras se espera con ansiedad el estreno de la próxima montaña rusa de Bayona, con reparto internacional y efectos especiales de lujo. Esa ruta ya sabemos a dónde conduce: a la fugacidad, al producto empaquetado y al cierre de los cines convencionales. Para no dejar lugar a dudas, digámoslo claramente. En el hipertrofiado y aberrante panorama actual, películas como “El desencanto” o “El espíritu de la colmena” no tendrían posibilidad de ser estrenadas. Claro que hasta ayer mismo, como en economía, algunos creían que seguían jugando en la champions league cinéfila. Y parece ser que no.
Y ahora que los miles de cines Arcadia ya no existen, cuando la bufonada se viene abajo, ahora que somos conscientes de nuestra propia miseria, nos acordamos en el velatorio de nuestro cine de que hubo un tiempo en que tuvimos una identidad y parimos obras maestras de la mano de directores de gran talento y personalidad. Y de que junto a ellos, con sus más y sus menos, sus broncas y reconciliaciones, existían productores enigmáticos y con un talento irrepetible que con presupuestos muy modestos elevaron el cine español a lo más alto antes de que la obsesión postmoderna propia del nuevo rico llevase a instituciones y patrocinadores a intentar vendernos productos caducados, avergonzándose de nuestra esencia y olvidando nuestro mejor patrimonio cultural.



Ahora que se acabó la subvención, resulta más pertinente que nunca recordar como Carlos Saura y Elías Querejeta pusieron de su bolsillo un millón de pesetas cada uno para poder realizar “la caza”. Y que con los rollos bajo el brazo se plantaron en Berlín y recibieron el reconocimiento personal del mismísimo Pasolini.
A pesar del destrozo que sufre el cine español, no se sabe muy bien si por casualidad o por fortuna aun queda algún pequeño vestigio. Algún autor que desde la modestia intenta contar historias sin olvidar el oficio y el ejemplo que los maestros dejaron. Volver a la narración sin complejos de nuestra actualidad más cotidiana y humana. Curiosamente Gracia Querejeta es una de ellos. Y el destino ha querido que el adiós de su padre coincida con el estreno de su última película. “15 años y un día” se sirve de los problemas cotidianos de un adolescente problemático, enigmático y temperamental para ahondar en otros muchos temas. Pero que nadie piense que estamos ante una variación de los últimos ejemplos en pantalla caso de “Tenemos que hablar con Kevin” o “Thirtheen”. Tampoco se deben buscar referencias en Truffaut ni en el cine clásico. La presentación de la familia disfuncional y desestructurada, con comunicación dispersa que forman una sólida Maribel Verdú y su hijo adolescente arroja luces y sombras.



Gracia Querejeta trabaja una narración pausada, muy atenta al gesto, a la réplica, a la composición del plano, muy apegada a los conflictos internos de cada personaje y profundizando en el trazo psicológico. Estamos ante un chaval esquivo y de mirada penetrante, que parece vivir en una realidad paralela, tenaz y obstinado en su ascetismo vital. Pero el espectador está ante un espejismo que no se concreta. La directora ha dedicado la película a la figura de su padre. Y quien haya visto la obra producida por él lo entiende.
Ese chaval parece en algunos instantes tan enigmático, libre y consciente de su independencia inquebrantable como lo era él mismo y como lo eran muchos de los personajes de las películas que produjo. Desde la niña de “el espíritu de la colmena” hasta “Tasio”, sin olvidar a Estrella en “El sur”, los protagonistas de “Historias del Kronen” o el mismo Alou. Todos ellos personajes singulares, a contracorriente y con una compleja relación con su entorno emocional y físico. Aunque bien pensado, debido a su frialdad y a su sólo aparente falta de empatía, el paralelismo más evidente se produce con los personajes de esa película enigmática, existencialista y hermosa que es “27 horas”, en la que curiosamente Maribel Verdú era una adolescente que bien podría ser un antecedente directo del protagonista de “Quince años y un día”. Ambas cintas ubican a chicos jóvenes en la ciudad de Donosti, aunque con resultados diferentes como luego se verá.


Especial importancia tienen para Gracia Querejeta dos aspectos: Por un lado, el valor de la mirada como elemento clave para ubicar la relación del protagonista con su entorno. Por otro, la sangre y la familia como catalizadores de sensaciones y experiencias que marcan la vida.
Y no se le pueden negar a la directora ni la voluntad ni el honesto intento de realizar una película con vida y personajes de carne y hueso. Especialmente acertada en la dirección de algunos actores de los que sabe extraer el motor de sus propias contradicciones.
Sin embargo, una vez más, otro de los cánceres de nuestro cine – el guión - vuelve a hacer acto de presencia. Y uno termina de comprender más que nunca las razones de los interminables debates y desavenencias a propósito de “El sur”. En “Quince años y un día” la nave pierde un tanto el rumbo en el momento en el que se decide que el chaval con problemas y expulsado del colegio debe cambiar de aires. Y que pase una temporada justo en el lugar que a Estrella nunca le vimos conocer: El sur. El problema es que la visita al pueblo del abuelo resulta sospechosamente familiar, y para mal.


El encuentro nos depara nada menos que una versión actualizada del ínclito Chanquete con los rasgos de un Tito Valverde demasiado forzado por ser generosos. Un tipo que no vive en una barca, pero sí en una casa sin comodidades de ningún tipo y que actuará como bálsamo para el chaval, del mismo modo que sucedía en “Verano azul”: Aplicando recetas básicas en las que el paternalismo de carácter redentor se da la mano con la sacarina lacrimógena. Una relación, nieto-abuelo, que como marcan los cánones, comienza mal pero finaliza con una despedida cargada de emotividad en la que ambos se han retroalimentado tras ciertas tensiones.
Explicable cuando uno ve el apellido Mercero como coguionista de la película (sea padre o hijo). En ese momento se comienzan a entender muchas cosas asociadas a cierto barniz sociológico de segunda mano que en esa segunda parte alterna el matiz acertado y sutil con lo demagógico. Sobretodo respecto de una visión un tanto gruesa en la descripción de las diferentes etnias.


La película termina navegando entre dos aguas y moviéndose en un desequilibrio continuo entre la inspiración y lo formulario. Gracia Querejeta apuesta por la carta que mejor domina: la sutileza emocional y narrativa. Ello le permite apuntar interesantes detalles que se busca que el espectador intuya y resuelva, caso del colateral pero muy interesante personaje de la policía que incorpora Belén López o los intuidos cataclismos familiares no exentos de polvora. Ahora bien, esa opción narrativa no se juega a fondo y se complementa con largos monólogos explicativos, como ese en el que una espléndida Maribel Verdú nos cuenta en plano único quien y como es su hijo y que pasó con su padre. Lo cual resulta tan potente como redundante.
El resultado es una película fallida, aunque ciertamente honesta en sus propósitos. No es una de aquellas obras míticas que tanto se añoran. Y aunque sabido es que la genialidad y el talento no se heredan, ni se contagian por asistencia a ciertos rodajes, el gusto por el trabajo y las cosas bien hechas está visto que sí. Por tanto, la directora puede estar tranquila ya que como afirmaba su padre “yo todavía sigo siendo un espectador ingenuo al que le gusta ir al cine con placer, muy por encima incluso de lo que algunos llaman mi enorme capacidad crítica”. Así pues, Gracia(s) Querejeta.